Y desaparezco. Bum. Adiós.
Me cojo el primer autobús que salga y me introduzco en él atestada de cicatrices.
Atasco la puerta a todos mis miedos y los tiro por la ventanilla (no sin antes darme cuenta de cómo te alejas).
Si dependiese de mí, no me despediría nunca. De nadie. SOLO DE MÍ.
Solo yo me merecería algo tan doloroso como una despedida eterna sin ninguna razón aparente.
Porque bueno, como ya sabéis... Siempre que nos marchamos de la vida de alguien es por algo, o muchísimo peor, por nosotros mismos.
Y sin más, me zambullo en ese holocausto de recuerdos que vuelan a 500 km por hora y me abandona a 500 lágrimas por minuto.
Te siento tan pequeño que ni siquiera puedo tocarte, joder.
Y no es porque seas algo insignificante, no. Eres un lugar. Eres donde advierto la emoción de estar viva.
Solo pido un abrazo más (de esos que te quedas muy quieto, en silencio y no te importan los minutos que pasen) y después juro que me voy. Que desaparezco.
Siempre con el pánico de pensar que un día verdaderamente me toque hacer esto. Me toque desaparecer.
Olvidarme de mí misma. Olvidarme de lo que fui. Por miedo, como no. Miedo a hacer daño. Miedo a no ser suficiente. Con las armas cargadas, incluso cuando ha sido un buen día solo porque no me fío nada de la vida.
Y me arde la piel.
Y los ojos.
Y nada lo calma.
Y me desangro esperando a que alguien venga a manosearme las heridas.
Corres; pero bah.
Ni la Plaza Mayor. Ni el recoveco más bonito de Córdoba, ni Granada, ni Barcelona, ni Málaga, ni tan siquiera una cama me hicieron volar tan alto.
Y lo peor es que sin quererlo te haré recorrer medio mundo buscando una altura a la que yo nunca llegaré.
Como siempre, por temor a que me falte el suelo.
¿Nunca habéis notado cómo os rompíais, literalmente, al escuchar una canción?
Se te eriza la piel y las costillas se convierten en harina.
Y mi corazón palpita (que ojalá fuese mármol). Pero no, solo es eso... un corazón.
Joder, tampoco es tan malo notarlo de vez en cuando. Notar que tienes algo que bombea por mucha mierda que pulule en el exterior.
Aunque tu estado de ánimo sea lamentable. Aunque no comas. Ni duermas. Ni escuches música (que-es-lo-mis-mo-que-no-vi-vir).
Es tu corazón. Y sin quererlo, te está obligando a seguir.
Te sumerges en una piscina llena de reproches y pretendes no hacerte daño cada vez que te miras al espejo.
Te pierdes en un autobús queriendo dejar atrás lo que sabes de sobra que siempre tendrás en la cabeza.
Te pones las zapatillas, la bufanda, sales a la calle y convives con tus voces.
Y es que a ver, ¿quién no tiene a alguien en mente?
¿Quién no se ha pasado noches enteras pensado en miradas frías que buscan algo de calor?
¿En miradas calientes que desean a alguien que las congele? ¿En el tiempo?
En definitiva, ¿en miradas cansadas de buscar mientras se cierran en sí mismas?
Y mientras tú corres la cortina que hace algunas noches te vio correrte a ti,
yo contemplo cómo esta ciudad maldita se despierta creando una parte inolvidable de mí.
Y, bueno, ahora estoy en el autobús. Y me toca elegir si matar los recuerdos.
O ASFIXIARME CON ELLOS.